A lo largo de la dilatada historia de observaciones e intentos más o menos acertados de explicar los mecanismos que regulan la herencia de los caracteres, se han sucedido algunos hitos clave que han sentado las bases de la genética, el sustrato esencial sobre el que, más tarde, ha surgido y se ha desarrollado la epigenética. Además de la conocida teoría de la evolución de las especies, basada en las observaciones de los naturalistas británicos Charles Darwin y Alfred Russel Wallace, que impregna todas y cada una de las ramas de la biología, otro avance destacado fue la enunciación en 1886 por parte del monje naturalista austriaco Gregor Mendel de las leyes que modelan la transmisión de caracteres de progenitores a descendientes.
Para ello, Mendel llevó a cabo numerosos experimentos con guisantes, a cuyos resultados aplicó un tratamiento estadístico. Por otro lado, el descubrimiento, casi un siglo después de la estructura molecular del ADN, la famosa doble hélice, permitió comprender los mecanismos básicos por los que la información contenida en el ADN termina convirtiéndose en proteínas, que son las que finalmente hacen que una célula tenga una u otra característica, una u otra función. Los biólogos Francis Crick y James Watson, británico y estadounidense respectivamente, dedujeron en 1953 la estructura de la molécula de ADN a partir de una imagen de rayos X obtenida por la química y cistalógrafa británica Rosalind Franklin.
}¿Pues bien, que determina que una célula tenga un cierto conjunto de proteínas y la célula vecina tenga otro? Si tienen el mismo genoma, el mismo ADN, ¿Por qué son tan distintas? ¿Qué hace que dos gemelos monocigóticos que son genéticamente iguales, puedan padecer distintas enfermedades a lo largo de sus vidas).
¿Por qué unas personas padecen depresión, otras algún tipo de cáncer y otras más Alzheimer si no se les encuentra ninguna alteración genética asociada?
Todas y cada una de estas preguntas pueden responderse mediante la Epigenética.
Los organismos que se reproducen de manera sexual confieren a sus descendientes la ventaja de poseer un genoma totalmente original, una mezcla equitativa de ADN procedente de cada uno de sus progenitores. Esta mezcla de genes hará que el embrión en desarrollo se parezca a ellos, pero ostente diferencias que lo hagan único, mejor en muchos aspectos con las consecuencias evolutivas que eso conlleva. El nuevo e híbrido genoma que es la seña de identidad de este cogoto se mantendrá intacto división tras división, hasta dar lugar a un ser humano completo. En cada una de estas divisiones celulares embrionarias, las células hijas se van especializando poco a poco mediante un proceso de diferenciación celular, la clave de la diversidad estructural que encontramos en los organismos pluricelulares.
Todas las células de nuestro organismo comparten el mismo genoma y sin embargo son muy diferentes unas de otras, lo que significa necesariamente que existe algo que permite a las células interpretar de manera diferente dicho genoma. Pero antes de profundizar en esta idea de lectura e interpretación del “libro de instrucciones”, es preciso entender como está descrito, comprender de qué está formado el genoma humano y descifrar el lenguaje codificado por el ADN.
El ADN el lenguaje de la vida.
Cada célula viva, ya sea en si misma un organismo -como podría serlo una bacteria- o parte de un cuerpo multicelular, contiene una o varias moléculas de ADN. Son moléculas largas, formadas por la concatenación de unidades más pequeñas. En el caso de los seres humanos, el ADN es una cadena de aproximadamente dos metros de longitud que se encuentra altamente empaquetada, formando los cromosomas contenidos en el núcleo de todas y cada una de nuestras células. Cuando hablamos del genoma humano nos referimos al conjunto total de moléculas de ADN en forma de cromosomas que hay en una célula y que es igual al que se encuentra en cada una de las células que constituyen el mismo organismo. El genoma humano contiene información suficiente para construir algo más de veinticinco mil proteínas, aunque en cada célula no se fabrican todas, sino sólo algún subconjunto de ellas. Las proteínas son las encargadas de llevar a cabo las funciones celulares, ya sea organizando la supervivencia o la división celular o dirigiéndose a puntos distantes del organismo en forma de hormonas para regular a otras células, entre otras muchas, muchísimas funciones. Por lo tanto, determinar el grupo de proteínas que cada célula va a tener en cada momento es vital para poder definir la vida, para que una célula sea una neurona, para que sepa cuantas veces debe subdividirse antes de morir o para que desarrolle una determinada función en un preciso instante. Esto requiere una regulación muy delicada. Si disponemos esencialmente del mismo número de genes que una rata, es lógico pensar que la gran diferencia entre las especies debe venir de como se regulan estos y de que proteínas se sintetizan finalmente en cada célula.
Hay una serie de genes que han de mantenerse silenciados siempre en determinadas células, otros que han de mantenerse siempre activos y un último grupo que se activa o se desactiva en función de las necesidades de esa célula como reacción al entorno. Y es que las células están en perpetua comunicación con el medio, recibiendo señales, interpretándolas y respondiendo de la forma adecuada. Dichas señales pueden venir de células vecinas o de lugares tremendamente alejados del organismo. Incluso, en algunos casos, vienen directamente desde el exterior y es ahí en donde aparece la epigenética.
Este nivel de regulación de la información es uno de los mecanismos más importantes a la hora de refinar la función génica y controla, en cada momento, que genes se van a traducir a proteína y cuales no en cada una de nuestras células. La epigenética regula, por tanto, la información genética. Podríamos definir el genoma como la gran enciclopedia de la vida, donde aparecen todas las palabras, las proteínas, pero que necesita una gramática y ortografía, la epigenética, para que cobren sentido.
Continuará...
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